ATA SEMPRE, GABO
Voltan os libros a estar de loito porque nos deixa un gran creador de historias, capaz de facer maxia coas cousas máis cotías da vida e coa palabra. Hoxe sentimos, máis que nunca, cen anos de soidade. Hoxe somos todos habitantes de Macondo.
Unha amiga, Charo, gardaba de hai anos un artículo que escribiu en El País, sobre a súa visita a Galicia, este:
Viendo
llover en Galicia
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ - 11
MAY 1983
Mi muy viejo amigo,
el pintor poeta y novelista Héctor Rojas Herazo -a quien no veía desde hacía
mucho tiempo- debió sufrir un estremecimiento de compasión cuando me vio en
Madrid abrumado por un tumulto de fotógrafos, periodistas y solicitantes de
autógrafos, y se acercó para decirme en voz baja: "Recuerda que de vez en
cuando debes ser amable contigo mismo". En efecto, fiel a mi determinación
de complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hacía ya
varios meses -quizá varios años- en que no me ofrecía a mí mismo un regalo
merecido. De modo que decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más
antiguos: conocer Galicia. Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en
Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en los placeres de su
cocina. "La nostalgia empieza por la comida", dijo el Che Guevara,
tal vez añorando los asados astronómicos de su tierra argentina, mientras se
hablaba de asuntos de guerra en las noches de hombres solos en la sierra
Maestra. También para mí la nostalgia de Galicia había empezado por la comida,
antes de que hubiera conocido la tierra. El caso es que mi abuela, en la casa
grande de Aracataca, donde conocí mis primeros fantasmas, tenía el exquisito
oficio de panadera, y lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de
quedarse ciega, hasta que una crecida del río le desbarató el horno y nadie en
la casa tuvo ánimos para reconstruirlo. Pero la vocación de la abuela era tan
definida, que cuando no pudo hacer panes siguió haciendo jamones. Unos jamones
deliciosos, que, sin embargo, no nos gustaban a los niños -porque a los niños
no les gustan las novedades de los adultos-, pero el sabor de la primera prueba
se me quedó grabado para siempre en la memoria del paladar. No volví a
encontrarlo jamás en ninguno de los muchos y diversos jamones que comí después
en mis años buenos y en mis años malos, hasta que probé por casualidad -40 años
después, en Barcelona- una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas
las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en
ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella
experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya
encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias
feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Sólo entonces entendí
de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un
mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales
carecían por completo de validez, y entendí de dónde le venía la pasión de
cocinar para alimentar a los forasteros y su costumbre de cantar todo el día.
"Hay que hacer carne y pescado porque no se sabe qué le gusta a los que
vengan a almorzar", solía decir cuando oía el silbato del tren. Murió muy
vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta
el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran ocurriendo
en el instante, y conversaba con los muertos que había conocido vivos en su
juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo gallego la semana pasada, en
Santiago de Compostela, y él me dijo: "Entonces tu abuela era gallega, sin
ninguna duda, porque estaba loca". En realidad, todos los gallegos que
conozco, y los que vi ahora sin tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo
el signo de Piscis.
No sé de dónde
viene la vergüenza de ser turista. A muchos amigos, en pleno frenesí turístico,
les he oído decir que no quieren mezclarse con los turistas, sin darse cuenta
de que, aunque no se mezclen, ellos son tan turistas como los otros. Yo, cuando
voy a conocer algún lugar sin disponer de mucho tiempo para ir más a fondo,
asumo sin pudor mi condición de turista. Me gusta inscribirme en esas
excursiones rápidas, en las que los guías explican todo lo que se ve por las
ventanas del autobús, a la derecha y a la izquierda, señores y señoras, entre
otras cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después, cuando
salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin embargo, Santiago de
Compostela no da tiempo para tantos pormenores: la ciudad se impone de
inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella. Siempre
he creído, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza más bella que
la de Siena. La única que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela,
por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad
venerable, sino que parece construida el día anterior por alguien que hubiera
perdido el sentido del tiempo. Tal vez esta impresión no tenga su origen en la
plaza misma, sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus
últimos rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una
ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y bulliciosos,
que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los muros intactos, la
vegetación se abre paso por entre las grietas, en una lucha implacable por
sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada paso, como la cosa más natural
del mundo, con el milagro de las piedras florecidas.
Llovió durante tres
días, pero no de un modo inclemente, sino con intempestivos espacios de un sol
radiante. Sin embargo, los amigos gallegos no parecían ver esas pausas doradas,
sino que a cada instante nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera
ellos eran conscientes de que Galicia sin lluvia hubiera sido una desilusión,
porque el suyo es un país mítico -mucho más de lo que los propios gallegos se
lo imaginan-, y en los países míticos nunca sale el sol. "Si hubieran
venido la semana pasada, habrían encontrado un tiempo estupendo", nos
decían, avergonzados. "Este tiempo no corresponde a la estación",
insistían, sin acordarse de Valle-Inclán, de Rosalía de Castro, de los poetas
gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde el principio de la creación y
sopla un viento interminable, que es tal vez el que siembra ese germen lunático
que hace distintos y amorosos a tantos gallegos.
Llovía en la
ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el paraíso lacustre de la ría
de Arosa y en la ría de Vigo, y en su puente, llovía en la plaza, impávida y
casi irreal, de Cambados, y hasta en la isla de la Toja, donde hay un hotel de
otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe, a que cese el
viento y resplandezca el sol para empezar a vivir. Andábamos por entre esta
lluvia como por un estado de gracia, comiendo a puñados los únicos mariscos
vivos que quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen
siendo peces en el plato y unas ensaladas que seguían creciendo en la mesa, y
sabíamos que todo aquello estaba allí por virtud de la lluvia, que nunca acaba
de caer. Hace ahora muchos años, en un restaurante de Barcelona, le oí hablar
de la comida de Galicia al escritor Álvaro Cunqueiro, y sus descripciones eran
tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego. Desde que tengo
memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre
pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia.
Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era
verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos
de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe.
El País, Copyright 1983.
Gabriel García Márquez.